Helen acababa de meter la última caja en el camión de la mudanza mientras era cuidadosamente observada por su amiga. Se dio la vuelta y la miró. Miró aquellas increíbles esmeraldas inundadas en un líquido transparente y salado. Poco acostumbrada a que su amiga mostrase sus sentimientos se acercó para abrazarla y juntas cogieron un taxi para dirigirse al aeropuerto. Elisabeth miró por última vez el portal en el que esperaba a su amiga todas las mañanas después de comprar el periódico. Miró por última vez la ventana que daba a su salón. Miró por última vez la calle empedrada por la que caminaba todos los días para dirigirse al instituto. Miró el encapotado cielo londinense y se metió en el taxi que la esperaba.
Las lágrimas ya no recorrían sus mejillas ni nublaban su vista. La nostalgia se encargó de distraerla durante todo el camino con recuerdos y sonrisas que había compartido junto a sus padres. Recordó cuando su hermano nació y ella, con tan sólo nueve años pudo ver como el pequeño con unos ojos tan verdes como los suyos, le sonreía. Había sido de Chris de quien más que le había costado despedirse y sería de él de quién más se alegraría al ver.
El coche negro en el que montaban se paró. Elisabeth le tendió el dinero al taxista y salió junto a su amiga. Ambas se dirigieron hasta la puerta de embarque y se sentaron en las sillas que había junto al ventanal. Por megafonía acababan de dar el primer aviso para su vuelo cuando las dos amigas se miraron. Empezaban a estar impacientes, los chicos se retrasaban demasiado y, si no se daban prisa, en el siguiente aviso la española embarcaría y no se podría despedir de ellos. Tras diez minutos diciéndose lo mucho que se echarían de menos y hablando sobre en cuántas redes sociales se crearían perfiles para poder hablar gratuitamente, sonó el aviso que ninguna deseaba escuchar. Se miraron a los ojos, esta vez sólo los ojos castaños de la italiana tenían lágrimas.
- Te quiero Helen.
- Te quiero Beth, no me olvides.
- No podré. - respondió la chica separándose del abrazo.
Sacó el pasaporte, se dirigió a la puerta de embarque y se lo entregó a la azafata, quien lo revisó minuciosamente.
- ¡Elisabeth! ¡Espera! - oyó una fuerte y conocida voz a sus espaldas.
Ésta se dio la vuelta y contempló como un rubio seguido de cuatro chicos, corrían como si les fuera la vida en ello. Esperó con una sonrisa a que llegasen a su altura para entonces recibir un gran abrazo de grupo.
- Te llamaré todos los días. - habló el irlandés tras esperar a que todos sus amigos le regalaran un beso en la mejilla a la española.
Ninguno lloraba. Ninguno decía lo que realmente sentía.
- Señorita, debe embarcar o perderá el vuelo.
La aguda voz de la azafata hizo que los dos amigos volvieran a la realidad. Se miraron durante unos segundos a los ojos intentando transmitirse lo mucho que se echarían de menos el uno al otro. Elisabeth se acercó con cuidado y besó a su amigo cerca de la comisura de los labios.
- No me llames Elisabeth.
Y tras la mejor sonrisa que le pudo dedicar en esos momentos a Niall y el resto de sus acompañantes agarró el pasaporte que la amable muchacha le tendía y se marchó con su equipaje de mano sin mirar atrás.
La señora que se sentaba junto a ella la miraba fijamente con compasión. Sin decir una palabra, le puso una mano en el hombro intentando mostrarle todo su apoyo consiguiendo así la sonrisa más sincera que la joven había mostrado en toda la mañana.
- Te llamaré todos los días. - habló el irlandés tras esperar a que todos sus amigos le regalaran un beso en la mejilla a la española.
Ninguno lloraba. Ninguno decía lo que realmente sentía.
- Señorita, debe embarcar o perderá el vuelo.
La aguda voz de la azafata hizo que los dos amigos volvieran a la realidad. Se miraron durante unos segundos a los ojos intentando transmitirse lo mucho que se echarían de menos el uno al otro. Elisabeth se acercó con cuidado y besó a su amigo cerca de la comisura de los labios.
- No me llames Elisabeth.
Y tras la mejor sonrisa que le pudo dedicar en esos momentos a Niall y el resto de sus acompañantes agarró el pasaporte que la amable muchacha le tendía y se marchó con su equipaje de mano sin mirar atrás.
La señora que se sentaba junto a ella la miraba fijamente con compasión. Sin decir una palabra, le puso una mano en el hombro intentando mostrarle todo su apoyo consiguiendo así la sonrisa más sincera que la joven había mostrado en toda la mañana.